Como en otros municipios de España, las epidemias en el siglo XIX se constituyeron en un importante factor de mortalidad, que se agregaba a las penosas condiciones de vida de amplios sectores de la sociedad, fundamentalmente los más desfavorecidos, aunque no de forma única.Por su situación geográfica, su clima y sus producciones, la Murcia de los años treinta del siglo XIX reunía las condiciones más propicias para que por ella se propagara el bacilo del cólera. Recorrida por el río Segura que va dando vida a sucesivas huertas a su paso por la provincia, Murcia era el blanco perfecto para una epidemia que había avanzado justamente siguiendo las vías fluviales, y que a través de las aguas de regadío va a quedar contaminada en sus productos más característicos. A las aguas corrientes o estancadas en numerosos puntos, había que sumar la insalubridad que suponía para la ciudad y la huerta la habitual costumbre de sus habitantes de arrojar toda clase de inmundicias al río, desde animales muertos hasta los detritus de letrinas que confluían en él, y las elevadas temperaturas veraniegas de la región. En este marco que pudiéramos llamar de insalubridad pública, la privada no se quedaba en zaga, consumiendo como potables las aguas del río y viviendo en condiciones higiénicas deplorables en el interior de las viviendas.
“EN ESTA CAPITAL
Ayer solo hubo dos invasiones; una en la ciudad y otra en la huerta”.
Fuente: Movimiento del cólera en la provincia. Día 17. Diario de Murcia. 19 de agosto de 1885.Las iglesias murcianas acudieron desde los primeros momentos al consuelo de los afectados por el mal. Se celebraron funciones y procesiones de rogativas; los mantos de la Virgen del Carmen, de la Fuensanta, de los Remedios fueron colocados en las torres de sus respectivos templos; las imágenes de más tradición religiosa —la de Jesús Nazareno, la Fuensanta, San Roque, San Antonio— fueron sacadas a las calles. Las buenas gentes cristianas dirigieron fervorosamente sus oraciones hacia ellos en busca de alivio y sobre todo, abundaron las novenas a San Caralampio, abogado contra las pestes y contagios.Las condiciones sanitarias, económicas y sociales, entre otras, complicaban la vida de los huertanos. En 1878, se prolongaba la sequía que desde el año 1875 venía haciendo grandes estragos en los huertos y campos de Murcia, problema endémico que se ha repetido hasta la actualidad. Entre los años 1885 y 1886, la epidemia del cólera hacía acto de presencia, provocando grandes secuelas. Años después, entre 1888 y 1889, la viruela, el cólera y una fuerte crisis económica aparecían en la sociedad, no siendo mejores los años 1895 y 1896 con sequía y epidemias de viruela y paludismo. Finalmente, entre 1898 y 1900 se produjo una fuerte riada, perdida de cosechas y un brote de paludismo.Con la entrada del nuevo siglo, un informe relativo al paludismo descrito a través de Martínez Espinosa , muestra la situación sanitaria de Murcia del año 1900, describiendo a Murcia como una de las ciudades españolas con peor sanidad e higiene: “es la ciudad más insalubre de España, donde la mortalidad arroja cifras casi exorbitantes debido a la falta de higiene. Hablar de ella en la huerta y aún en la ciudad es mencionar una palabra extranjera que nadie comprende y que provoca sonrisas. El cuadro es espantoso: suciedad en las calles, falta de riegos, insuficiencia de los establecimientos públicos, casas sin condiciones de habitabilidad ni en la ciudad ni en la huerta, alcantarillado destinado únicamente a la evacuación del agua de lluvia, ausencia de aguas potables”.
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